viernes, 26 de febrero de 2010

Al regreso de Palermo.


Gabriel no se llama Gabriel, tal vez, hasta él mismo olvidó su nombre. O lo fue olvidando desde el momento en que llegó a Adrià de los Besòs. Jacinto fue quien lo llamó así y al Pescador le gustó que le recordara a un arcángel. Pero su procedencia no era precisamente de un cielo de donde se traen buenas noticias, quién sabe también qué tanto de averno pudiera tener el último lugar donde se detuvo Melancolía. Eso sólo podría contarlo Gabriel y aún no lo había hecho. Jacinto pensó que aquella tarde cuando lo invitó a tomar ese vino tinto, se lo diría, algo al menos de su vida le contaría. Pero Gabriel no lo hizo. Abrió el baúl y permitió al viejo imaginar muchas historias, pero ninguna que hasta él mismo pudiera creerse. 
El problema es que Gabriel partió hace algunas semanas y no ha regresado. El baúl quedó al cuidado de Jacinto quien cada tarde toma una a una las pertenencias del pescador, como si pudieran hablarles, como si quisiera estrujarles palabras que le contaran acerca de Gabriel y de si volvería o no su muerte que muy pronto lo alcanzaría en medio del mar. 
Y Gabriel regresó, según le dijo a los otros vecinos del lugar, un hombre muy silencioso y melancólico llamado EZEQUIEL llegó una mañana hasta el embarcadero en Adrià de Besòs y le pidió que lo llevara hasta Palermo porque no podía aplazar más una cita que tenía hace mucho tiempo atrás y con la persona más especial de su vida, quería cumplirle su último deseo. Pero algo pasó en Palermo que embelesó a Gabriel y casi no puede lograr salir de ahí. Tal vez los balcones del Hotel Verdi, el mercado, aún no lo entiende muy bien, pero lo que nunca se va a perdonar es haber llegado tarde a su cita con Jacinto, le había prometido que a su regreso le contaría muchas historias. Esta vez eran distintas, eran sus historias, agolpadas ahí, en ese baúl destartalado. Ya no podría contárselas. 


El día que Gabriel regresó las mujeres del embarcadero rezaban por el alma de Jacinto que llevaba varios días perdido en el océano. Aunque sus rostros lo imploraban, no tuvieron que advertírselo, él mismo partió para alta mar a buscarlo. Muchos días transcurrieron, pero lo encontró. Claro, ya estaba muerto, pero de una sola cosa estaba completamente seguro Gabriel, la sonrisa en el rostro del viejo parecía como si lo estuviera aguardando a él. Partió sin a quién decirle adiós, pero seguía aguardándolo a él para que le contara sus historias.
Por eso estaba Gabriel allí. Mientras regresaba a casa al viejo le contó despacio qué misterios guardaba cada recuerdo de ese baúl que el viejo guardó con recelo junto a su cama intentando descifrar que trozos de su vida habían quedado en cada puerto donde alguna vez arribó.


viernes, 19 de febrero de 2010

Un baúl con recuerdos de Gabriel...


El día que Gabriel invitó a Jacinto a Melancolía, el viejo lo pensó por segundos, quizás transcurrieron hasta varios minutos. Aún seguía sin comprender el porqué después de tantos años de conocerse, finalmente, Gabriel quería dejarle descubrir ese universo en el que hasta ahora nadie se había permitido penetrar. Primero, porque, años atrás, El pescador a nadie habría invitado, segundo, porque nunca habló de sus recuerdos, y menos de objetos que según él, lo único que lograban era encadenarte a la tierra y no dejar que se levaran las anclas
Gabriel siempre afirmaba que en eso era intachable, Jacinto pensaba en una palabra más contundente que ésa, para él, mejor era insondable, la había memorizado de un libro de cuentos que Gabriel le regaló algún día, pero el libro se perdió un día de lluvia que inundó por completo su casucha y del libro no quedó ni la portada. El viejo olvidó hasta el título, pero era incapaz de preguntárselo a Gabriel y menos cada vez que él le decía que lo único que quería era contar y que le contaran historias del mar, y por si fuera poco pensaba que el océano hablaba con él, era su viejo, su gran amigo.
Caía la tarde en la playa y Gabriel hoy no tenía muchos deseos de perderse en el mar, sufría de la melancolía que no mencionaba más que para llamar a su velero, pero eso no se lo dijo a Jacinto, aunque él, claro, lo notó. Compró una botella de vino tinto y lo invitó a la mesa del barco. El viejo lo aceptó sin mencionarle que para él era casi un honor bajar por las escaleras de la embarcación. Le pareció mejor callarlo y descender despacio, como empezando a descubrir el tesoro que guardaba El pescador desde mucho tiempo atrás.
El vino ya estaba por acabarse, cuando al viejo se le perdió la mirada en un armario al que le brillaban las vetas de su madera añeja por el reflejo del sol que ya se escondía en el azulquitapenas del mar. Gabriel lo miró con un tanto de curiosidad y Jacinto al sentirse descubierto le devolvió su mirada con pudor. 
El marinero sonrió tranquilo, tomó lo que quedaba de la botella y lo sirvió exacto en los dos vasos ya fragmentados, pero muy limpios para esta ocasión.  Gabriel alzó la copa hacia su amigo y lo miró despacio, bebió un sorbo largo sin acabar su cuota y se incorporó tranquilo para dirigirse a su camarote. Desde la puerta llamó a Jacinto y lo invitó a seguir.
 -No quiera saber hoy viejo quiénes son o por qué guardo estas historias.
Jacinto asintió sin preguntar nada. Entró al lugar y era como la imaginaba. El camarote más desvencijado que el de la habitación del pintor holandés, y hasta un asiento similar junto a la entrada. Parecía no traer ninguna posesión más, pero aún brillaba un poco desde la trastienda un baúl ya ruinoso que anunciaba encuentros.
Gabriel se acercó y lo abrió, Jacinto parecía contar los pasos que lo llevaban hasta el fondo del cofre que tal vez en algún momento le permitiría adivinar los enigmas que guardaba.
Imaginó de dónde vendrían los mapas antiguos, imaginó también las travesías de la brújula que ya no revelaba en qué lugar estaba el norte, hilvanó secuencias con aquellas dos mujeres y el edificio que no logró descifrar en qué lugar del mundo permanecía erguido en sus estructuras antiguas. Pero en su rostro se fueron desvaneciendo las quimeras, mientras Gabriel lo observaba quedo y apuraba el último sorbo del buen vino que sólo para Jacinto había compartido.




viernes, 12 de febrero de 2010

Donde la inmensidad se la llevó.

-No le creo Gabriel, eso tiene que ser inventos suyos.
-Ah, pues entonces no me crea.
-¡Cómo así! ¿Se va a ir?
-La marea está subiendo.
-No me puede dejar así.
-¡Quién lo entiende Jacinto! ¿No que era un invento? Va a tener que darme posada por hoy.
-Pues claro, pero venga me acompaña a la casa y nos acabamos el vino del otro día. 
-Esto va para largo entonces. 
-Es que nunca me hubiera imaginado algo así.
-¿Qué es lo que le parece raro? ¿Qué alguien se ame de esa forma?
-Me hubiera gustado mucho sentir algo así.
-Todavía puede.
-No me haga reír.
-Me está mintiendo pescador, eso debió sacarlo de ese libro gordo que no suelta.
-No Jacinto, fue verdad. Mire, siempre he guardado esta foto. Ya está muy arrugada, pero la guardo porque así los conocí.
-Usted está lleno de sorpresas. Pensé que no guardaba recuerdos de nada.
-De ellos sí.
-Le marcó la vida, ¿cierto?
-Tal vez. Yo tampoco creía en las historias de amor.
-¿Dónde fue eso? ¿Aquí?
-No, pero es cerca, en San Sebastián. ¿Conoce?
-¿Al norte, no?
-Sí.
-No, La Jacinta nunca me ha llevado hasta allá. El motor no aguanta ese viaje tan largo. Pero no me de vueltas, ¿cómo fue entonces que ella se murió?
-Se ahogó, no sé, como unos quince días después de que les tomara la foto. Ellos me contrataron para que los llevara en Melancolía de un lado a otro bordeando toda la costa norte. A veces viajábamos el día entero, otras veces me pedían que me detuviera para ellos bucear. Uno de esos días fue. Él subió a la superficie y esperó, una hora después comenzó a ponerse nervioso. Los dos eran buzos profesionales, jamás él se hubiera imaginado que ella se hubiera ahogado. Volvió entonces al mar y unos minutos después volvió con ella ya sin vida. Los llevé hasta la playa. No quiso que lo acompañara y parecía como si con la muerte de ella, a él se le hubieran acabado las palabras. Me senté a mirarlo desde lejos mientras la bañaba con agua pura y la peinaba. Le puso un vestido blanco y le hizo un altar frente a la playa con flores rojas y velas de varios colores. La gente se acercaba, intentaban hablar con él, pero nunca contestó a sus llamados. 
-¿Cómo así? ¿Entonces nunca le dio sepultura?
-No, cristiana sepultura, no. Volvió a hablarme un día, me pidió que le trajera unas tablas viejas y él mismo le construyó el ataúd. Lo enterró en la arena. Al menos el lugar que escogió estaba bastante alejado de las playas a las que van los bañistas en julio. 
-Lo que no puedo creer es que todos los días regresara para estar con ella.
-Es verdad. Para qué tendría que inventar algo así. Lo contrataron como buzo, buscaba lo que fuera. Por esos días se dijo que había varios galeones que naufragaron cerca. Él salía muy temprano y se internaba en el mar, cada vez más profundo. Tal vez, buscaba el lugar donde ella había dejado de respirar, tal vez lo que quería era encontrarla ahí, donde la inmensidad se la llevó. Y cuando salía, regresaba al lugar donde estaba ella, cantaba o rezaba y siempre le pedía que se lo llevara porque sin ella no podría volver a vivir jamás.

jueves, 11 de febrero de 2010

Un Inventario, de Andrés Trapiello.


Un mastín con carlanca, una colmena, dos víboras de plata y, tras los olmos
de mi viejo León, el mar soñado
con sus barcos de hierro y sus naufragios.
El olor de la pólvora en agosto
y los vivos candiles de carburo
escupiendo su llama de navaja.
Hay un lugar aún en el que bailan
mujeres con mujeres y se escuchan
bajo los verdes chopos músicas de acordeón,
aquellas tristes músicas.
Una noche de estío con estrellas
en la infantil pupila destelladas,
y al lado de la iglesia,
ruinoso, acorralado, el cementerio,
la sombra del ciprés y su silencio
activo entre los muertos.
Cualquiera de estas cosas es un reino
con su paz y su guerra:
un mastín con carlanca, una colmena...

lunes, 8 de febrero de 2010

De Un Bel Morir, Álvaro Mutis


...De pie en una barca detenida en medio del río
cuyas aguas pasan en lento remolino de lodos y raíces,
el misionero bendice la familia del cacique.
Los frutos, las joyas de cristal, los animales, la selva,
reciben los breves signos de la bienaventuraza.
Cuando descienda la mano
habré muerto en mi alcoba
cuyas ventanas vibran al ... paso del tranvía
y el lechero acudirá en vano por sus botellas vacías.
Para entonces quedará bien poco de nuestra historia,
algunos retratos en desorden,
unas cartas guardadas no sé dónde,
lo dicho aquel día al desnudarte en el campo.
Todo irá desvaneciéndose en el olvido
y el grito de un mono,
el manar blancuzco de la savia
por la herida corteza del caucho,
el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje,
serán asunto más memorable que nuestros largos abrazos...

Siete Puertas, Lara, El Pescador. Pedro Guerra, Vidas en Vivo.

viernes, 5 de febrero de 2010

El olor de los puertos

A Gabriel lo conocí desde el día que llegó al puerto. Ya han pasado como dos años, no sé, él dice que ya se asombra porque no le gusta pertenecer a ningún lugar, y tampoco quiere que la gente pretenda que él deje de ser un extranjero. Si eso es algo que le molesta a algunos y a donde llegan "hacen lo que vieron", a él no. Es un hombre muy extraño, a veces podría parecer hasta hosco, ermitaño, pero cuando te permite entrar un poco a su vida descubres que es un buen hombre al que lo que más le gusta es contar y que le cuenten historias. Cuenta de tantas personas que ha conocido en sus viajes que una vez me lo confesó: "ya no sé si me la contaron, me la inventé o fui yo el que la viví".
En serio, así es Gabriel, por eso realmente no podría decirte cómo es exactamente. No hay nada en su casa que pueda decirte quién es, escucha música y noticias en un radio viejo y aprende catalán porque de lo que sí está seguro es que de cada lugar donde permanece debe aprender su idioma, ahora ya habla como un lugareño, pero es que como le dije hace un rato, según él ya lleva demasiado tiempo aquí y aún no tiene fecha de salida para su próximo viaje. Es muy raro que alguien tan libre como él se haya acostumbrado a Sant Adrià de Besós, o bueno, a la playa cercana porque desde su ventana lo que más alcanza a distinguir son las fábricas, las chimeneas y el puerto.
Es el olor del puerto lo que le gusta, eso dice, que el olor es lo que lo ha hecho quedarse en un sitio o en otro. Y como eso es lo único que no puede llevarse de los lugares, por eso nunca guarda objetos, ni recuerdos, no trae relojes en su mano, ni fotos que hablen de alguien, ni el más mínimo recuerdo que hable de él o de su historia. El día que pretendí averiguar un poco más de él y adelanté por unos minutos nuestra cita en su casa, entré sin forzar, nunca cierra con llave, por eso abrí, y aunque nunca se lo pregunté creo que no le gustó mucho que yo hubiera entrado a su lugar, pero como te dije no había nada, un mapa de Barcelona, otro de Badalona, una bolsa de algo que compró allá en Sant Adriá y no sé, unas tazas, pocas, unos platos, también pocos y si no calculo mal, dos pantalones, dos pares de zapatos y tres camisas. Ah, sí, había algo que no sé por qué estaba olvidando, un libro, grande, gordo, después supe que era de un escritor colombiano que no es García Márquez, no recuerdo cómo se llama, lo que me contó Gabriel es que son siete novelas de un marinero como él, uno igual de solo y viajero cómo él, del que tampoco recuerdo más que era un gaviero.