sábado, 17 de abril de 2010

Entre Argos y Pandoras

Desde la calle cercana al mar me cautiva la vitrina de esa tienda de antiguedades que me llena de curiosidad. La escafandra es lo que más llama mi atención, al fondo una lámpara azul en vidrio con la que seguramente soñaré en la noche, al no poderla llevar hasta el camarote del Melancolía en este mismo instante. Atrás, junto a otra lámpara colgante redonda y verde, un mascarón de proa que me recuerda a Neruda y a su Isla Negra, pero a lo que me lleva instantáneamente es a Daniela, a la mujer que quiso ser la Pandora de Barry Windsor.
Demasiados fragmentos se agolpan frente a un hombre mayor vestido de marinero que me mira atento y espera a que yo le diga qué quiero llevarme de ese barco anclado que mira hacia el mar a través de las vitrinas donde su anuncia que su nombre es Argo.
-¿Qué mar lo trajo a estas playas, marinero?
Mi reacción es tardía, pero él no tiene ninguna prisa, enciende una pipa tan auténticamente antigua como todos los rincones de lo que quiere ser la cubierta de un moderno Argo. Sólo el olor dulce de la picadura logra traerme de vuelta a Salvador, así me dice que es su nombre. Hace más de diez años ancló sus velas en este puerto, la razón: Mariana, una mujer que desde el momento en que pisó la cubierta de su embarcación lo enamoró, los dos ya tenían demasiadas y viejas historias para contarse, Salvador estaba un tanto cansado de las travesías y Mariana, tan solo pensaba darle gusto a sus nietos que le habían regalado un crucero por las islas griegas, y no imaginó que el capitán del barco la iba a embelesar cuando el amor había quedado en el olvido años atrás con la muerte de Francisco, su esposo, primer, y hasta ahora único amor.
Se casaron cuando Salvador acababa de llegar a sus setenta y Mariana se acercaba a los sesenta y cinco. Y por ahora seguían amándose, o mejor, como le dijo Salvador, acompañándose día a día en las vejeces.
No soñaré con la lámpara, sus rayos azules son los únicos que iluminan mi camarote, ahora que regreso con Jacinto y le cuento una a una las historias que le debía. He tardado más de lo previsto en alta mar sin regresar su cuerpo que ya debe descansar en su Adrià de Besòs. Dame otra espera Jacinto, no pensé pasar la noche en este puerto, no imaginé tampoco que Salvador y su tienda Argo serían lo que me llevaría a contarte una última historia, ésta que siempre quisiste escuchar. Si pudiera hablarme me diría, ya Gabriel, no le dé más largas al asunto y cuénteme por qué comenzó este viaje que ni usted mismo sabe cuándo terminará. Lo miro quedo, tomo sorbo a sorbo un vino tinto y atiendo sus llamados.
Mi nombre aún era Juan, vivía en Bogotá, la capital de Colombia, lejos, lejísimos del mar, 2.600 metros sobre su nivel, para ser más exactos. Desde muy niño soñaba con hacerme a la mar, tal vez por Julio Verne, tal vez por Conrad, vaya uno a saber. Pero primero tenía que sobrevivir, estudié filosofía y letras, algo que según mis padres nunca iba a sacarme de pobre o de pobresor, casi lo mismo, según varios de esos malos amigos con los que uno se topa por ahí. Fui maestro de literatura en colegios y luego en una y otra universidad, hasta que un día un chico, tal vez uno de los más jóvenes, me preguntó por qué los hacía leer tantas historias de mar y más bien no pensaba en cumplir con mi deseo de embarcarme sin destino fijo, ¿eso es lo que quiere, por qué entonces no lo hace?
Y entonces me dije que había llegado el momento, faltaba poco para el fin de año escolar, no podía dejar todo abandonado, pero las vacaciones del verano serían las perfectas para embarcarme en Cartagena, Santa Marta o si no había otra opción, en Buenaventura.
Desde siempre había espantado el amor, había amado, claro que sí, con ganas, con fuerzas, con dolor, con nostalgias, con tuétanos, pero sin promesas. Pero llegó Daniela, la mujer por la que quisiste preguntar el día que abriste el baúl, Jacinto. La conocí cuando recién se había pasado al edificio donde siempre había soñado vivir. Sí, el que está en las fotos que nunca expliqué. También había estudiado literatura, pero ella sí estaba convencida de ser escritora, y así lo es. Yo me quedé de navegante y contador, eso, creo, me gusta más. Tenía certezas claras, más que yo, de no necesitar juramentos, ni argollas, ni amores eternos, pero decía que si algún día decidía vivir con alguien haría un rito en una playa y se vestiría como la Pandora de Windsor o como la Victoria Alada de Samotracia.
Nos enamoramos tanto que comenzamos a hacernos reclamos, tanteábamos esperas mientras dolía el vientre y no lográbamos saciar ninguna sed. Un día le dije que aceptaría un nuevo año en las tres universidades donde enseñaba, quería quedarme a su lado. Pero fue ella quien terminó llevándome hasta Cartagena para verme partir.
"No se navega con tan solo soñar y leer, nuestro acuerdo era otro, pero esta vez necesito una promesa, no te olvidaré, no me olvidarás, pero no volveremos a buscarnos. Cuando tengas un barco llámale Melancolía, como se llama la embarcación mi novela, así nos recordaremos, así estarás en mi vida siempre, así estaré yo en la tuya".
Eso me lo dijo el amanecer antes de mi partida, vestida como Pandora, y frente al embarcadero en Cartagena de donde zarpé hace tantos años ya. Ahora lo sabes viejo Jacinto, de allá partió un hombre llamado Juan, uno que de tanto amar ya olvidó el amor, ese que hasta hoy Gabriel había logrado dejar en el olvido.