viernes, 19 de febrero de 2010

Un baúl con recuerdos de Gabriel...


El día que Gabriel invitó a Jacinto a Melancolía, el viejo lo pensó por segundos, quizás transcurrieron hasta varios minutos. Aún seguía sin comprender el porqué después de tantos años de conocerse, finalmente, Gabriel quería dejarle descubrir ese universo en el que hasta ahora nadie se había permitido penetrar. Primero, porque, años atrás, El pescador a nadie habría invitado, segundo, porque nunca habló de sus recuerdos, y menos de objetos que según él, lo único que lograban era encadenarte a la tierra y no dejar que se levaran las anclas
Gabriel siempre afirmaba que en eso era intachable, Jacinto pensaba en una palabra más contundente que ésa, para él, mejor era insondable, la había memorizado de un libro de cuentos que Gabriel le regaló algún día, pero el libro se perdió un día de lluvia que inundó por completo su casucha y del libro no quedó ni la portada. El viejo olvidó hasta el título, pero era incapaz de preguntárselo a Gabriel y menos cada vez que él le decía que lo único que quería era contar y que le contaran historias del mar, y por si fuera poco pensaba que el océano hablaba con él, era su viejo, su gran amigo.
Caía la tarde en la playa y Gabriel hoy no tenía muchos deseos de perderse en el mar, sufría de la melancolía que no mencionaba más que para llamar a su velero, pero eso no se lo dijo a Jacinto, aunque él, claro, lo notó. Compró una botella de vino tinto y lo invitó a la mesa del barco. El viejo lo aceptó sin mencionarle que para él era casi un honor bajar por las escaleras de la embarcación. Le pareció mejor callarlo y descender despacio, como empezando a descubrir el tesoro que guardaba El pescador desde mucho tiempo atrás.
El vino ya estaba por acabarse, cuando al viejo se le perdió la mirada en un armario al que le brillaban las vetas de su madera añeja por el reflejo del sol que ya se escondía en el azulquitapenas del mar. Gabriel lo miró con un tanto de curiosidad y Jacinto al sentirse descubierto le devolvió su mirada con pudor. 
El marinero sonrió tranquilo, tomó lo que quedaba de la botella y lo sirvió exacto en los dos vasos ya fragmentados, pero muy limpios para esta ocasión.  Gabriel alzó la copa hacia su amigo y lo miró despacio, bebió un sorbo largo sin acabar su cuota y se incorporó tranquilo para dirigirse a su camarote. Desde la puerta llamó a Jacinto y lo invitó a seguir.
 -No quiera saber hoy viejo quiénes son o por qué guardo estas historias.
Jacinto asintió sin preguntar nada. Entró al lugar y era como la imaginaba. El camarote más desvencijado que el de la habitación del pintor holandés, y hasta un asiento similar junto a la entrada. Parecía no traer ninguna posesión más, pero aún brillaba un poco desde la trastienda un baúl ya ruinoso que anunciaba encuentros.
Gabriel se acercó y lo abrió, Jacinto parecía contar los pasos que lo llevaban hasta el fondo del cofre que tal vez en algún momento le permitiría adivinar los enigmas que guardaba.
Imaginó de dónde vendrían los mapas antiguos, imaginó también las travesías de la brújula que ya no revelaba en qué lugar estaba el norte, hilvanó secuencias con aquellas dos mujeres y el edificio que no logró descifrar en qué lugar del mundo permanecía erguido en sus estructuras antiguas. Pero en su rostro se fueron desvaneciendo las quimeras, mientras Gabriel lo observaba quedo y apuraba el último sorbo del buen vino que sólo para Jacinto había compartido.




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