domingo, 21 de marzo de 2010

Un trozo de la bitácora de Gabriel

Gabriel estaba ya muy cerca de su playa y aún no terminaba de resolverle a Jacinto el porqué de sus viajes, el porqué estar de paso. No se atrevía a desenmarañar más que las historias de otras, pero retenía con el aliento sus verdades. Tardó unas cuantas horas contándole de Arturo, el hombre que muy tarde vino a saber que tuvo una hija y que vivía en Cali, Colombia. Sólo se enteró cuando ella escapó de casa buscando respuestas a su vida que parecía desequilibrarse por dos instintos que nunca había conocido. Su nombre era ANTONIETA, y llegó a él cuando Arturo caminaba a zancadas a su lecho de muerte. Gabriel la anunció, se había encontrado con ella en la estación vieja del Retiro, y buscaba a Arturo con ansias después de casi tres meses de viajes en auto stop. Antonieta había robado dinero del lugar donde sabía que su madre guardaba los ahorros y con la última carta que Arturo le había escrito desde Buenos Aires se fue de Cali hacia el puerto del tango y la melancolía.
Arturo la miró y su cabello rojizo le recordó a su abuela, sus ojos le hicieron viajar hasta Cali para volver a besar a Clementina, la mujer de la que se enamoró como nunca la había hecho de nadie, la mujer que le dijo que se fuera de nuevo para Buenos Aires porque lo que habían vivido podría ser tan tedioso como el matrimonio que ahora quería que ellos tuvieran. Arturo nunca pudo comprenderla, estaba decidido a quedarse con ella, pero Clementina huyó, se desapareció más de un año de su vida, por eso regresó a Argentina lleno de las nostalgias de ese amor inconcluso. Tanto la amaba que guardaba aún como tesoros las argollas que ella le había rechazado, casi restregándole en sus huesos que si había algo que nadie le quitaría en la vida sería su libertad. Nunca se lo dijo, pero la única y verdadera razón estaba en su vientre y se llamaría Antonieta.

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